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Adoradores de conveniencia

Para poder adorar hace falta comprender verdaderamente quiénes somos nosotros y quién es el Dios de los siglos, más allá de lo que hace por nosotros.

El tema de la adoración sigue siendo, para mí, uno de los más difíciles que existen en la vida cristiana. Ya sé que parece una auténtica tontería lo que estoy diciendo, porque se supone que un cristiano, además de ser seguidor de Cristo, se caracteriza por ser un adorador del Dios único y verdadero. Pero me temo que la cosa no es tan sencilla o, al menos, para mí no lo es. Escuchaba no hace mucho una predicación acerca del canto que el pueblo de Israel elevó a Dios después de haber sido librado de morir ahogado en el Mar Rojo, y reconozco que me costaba ver con total claridad la propuesta que hacía el predicador, que veía en ese canto un pueblo derramado ante Dios, reconociendo Su carácter y comprendiendo por fin el tipo de Señor que tenían. Quizá efectivamente era así. No quiero cuestionar que esa opción sea tal. Pero no termino de verlo. Porque tal y como extraigo del contexto inmediatamente anterior y posterior, más bien me da la impresión de que el pueblo de Israel no había entendido gran cosa más allá de que habían sido salvados por los pelos y que aquello lo había hecho Dios, claro. ¿A quién atribuírselo, si no? La realidad es que en pocos días estaban otra vez despotricando, cuestionando a Dios y ansiando lo que Egipto les proporcionaba. Igual que hacemos nosotros respecto a nuestro propio Egipto o la vida que dejamos atrás al abrazar el Evangelio. Puede parecer lo mismo lo uno que lo otro, pero no lo es. En el primer caso, en el de un pueblo que verdaderamente adora a su Dios como Él quiere ser adorado, estaríamos hablando de personas que están conociendo y atesorando las verdades que descubren acerca del Dios, que les ha sacado de Egipto, que hace maravillas y que, además, acaba de librarles del ejército egipcio y de un mar que les aplasta. Sin duda lo harían con sus muchas limitaciones, porque nuestra mente y capacidad de percepción da para lo justo y a veces, ni eso. Pero su acción iría más allá de pensar que Dios merece ser adorado solo cuando me salva o solo cuando me ha dado lo que yo quiero. El gesto de adoración es tan breve, aunque ciertamente intenso, qué duda cabe, que me obliga a hacerme muchas preguntas y las respuestas, la verdad, son bastante deprimentes en lo que se refiere a la calidad de nuestra adoración. Una verdadera adoración, una vida de adoración y no solo un momento de arrebato puntual, implicaría tener un mínimo de retentiva y memoria –no memoria de pez, que es lo que demostraban ellos y nosotros tantas veces- y también que en los momentos de salvación se prepararan asimilando una “teología” acerca de la prueba y de la salvación a la que pueda apelar de nuevo cuando volvieran a enfrentarse a la prueba, porque ese momento siempre llega y Dios no solo es digno de adoración en el momento en el que ha ejecutado Su salvación, sino también mientras esta llega o no. Dios es bueno y no solo cuando nos salva. Dios nos ama, y no solo cuando nos salva. Adorarle entiendo que implica ver esto también en los momentos complicados y ahí justamente fallamos todos. Ese segundo caso, que es donde veo al pueblo y donde nos veo a nosotros con tanta frecuencia, tiene que ver con un pueblo que se levanta en euforia, sí, pero poco más (lo cual no significa que María, Aarón, Moisés y algunos otros no entendieran mucho más que el resto y que, verdaderamente su adoración fuera un acto genuino y maduro, que creo que lo fue, para vergüenza del resto, incluidos nosotros). Pero para la mayoría me da la sensación de que fue como la euforia del que gana la lotería o del que ve que su vida y su integridad física han estado seriamente comprometidas y ya no lo están. Pero poco más. Porque muchos de nuestros actos de adoración son, en un sentido muy reduccionista, subidones de adrenalina, pero bastante faltos de contenido y muy pobres en cuanto a conocimiento y convicciones profundas acerca de quién es Dios y Su carácter. ¿Cuánto había de circunstancial y cuánto de conocimiento y reconocimiento de Dios? Eso solo Dios lo sabe. Pero conviene que cada uno nos lo preguntemos acerca de nosotros mismos. Tantas y tantas veces celebramos lo que Dios ha hecho, que está bien, pero no a Dios mismo. Y es verdad que Él se muestra a través de Sus obras, pero es mucho más que eso. A nosotros, en otro plano que quizá nos ayude a comprender esto, nos gusta que se nos agradezcan las cosas que hacemos por otros, pero más allá de eso, mucho más allá, esperamos que se nos quiera por otras cosas, por nosotros, por quienes somos, seamos como seamos, hagamos lo que hagamos, y no por simple conveniencia. Haciendo esta reflexión, no pretendo juzgar a nadie más de lo que me juzgo a mí misma. No tengo nombres ni rostros concretos en mente. Pero soy consciente de lo que me cuesta ser una verdadera adoradora, una que adore en Espíritu y en verdad, que no tenga motivos ocultos en la adoración, que no necesite de añadidos musicales o sociales para ponerse en marcha y adorar. Me gustaría no ser una adoradora de conveniencia, como esos niños que parece que tienen que dorarle la píldora a sus padres para recibir lo que desean o, como tantas veces hacemos, que solo nos acordamos de Dios porque nos ha hecho una salvación muy grande, pero no reteniendo nada de Su carácter y Su misericordia, que son eternos, que no cambian dependiendo de las circunstancias. Siento que en muchas ocasiones mi visión del ser humano es bastante pesimista. Pero no veo otra cosa distinta en la revelación que Dios ha hecho en Su palabra. Somos así. Por eso para mí esta sigue siendo una asignatura tan difícil: porque para poder adorar hace falta comprender verdaderamente quiénes somos nosotros y quién es el Dios de los siglos, más allá de lo que hace por nosotros.

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