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¿Es Dios verdaderamente bueno?

Por Philip Yancey

Por miles de años los judíos han orado esta oración: «Denle gracias, alaben su nombre. Porque el SEÑOR es bueno y su gran amor es eterno». Es una buena oración para reflexionar, porque hoy día dudamos precisamente de esas dos cosas. ¿Es el Señor bueno? ¿Es su amor eterno? Observando la historia o los encabezados del periódico de cualquier día, una persona razonable puede cuestionar esas audaces afirmaciones. También por esta razón, el Antiguo Testamento merece nuestra atención, porque los judíos dudaban grandemente de la misma oración que oraban. Como correspondía a una relación íntima, llevaron esas dudas al otro partícipe, a Dios mismo, y obtuvieron una respuesta directa.

Aprendemos del Antiguo Testamento cómo Dios obra, que no es en absoluto como podamos imaginar. Dios se mueve de una ma- nera lenta, impredecible, paradójica. Los primeros once capítulos de Génesis describen una serie de fracasos humanos que pusieron en tela de juicio el proyecto mismo de la creación. Como un remedio a esos fracasos, Dios anuncia un plan en Génesis 12: enfrentar el problema general de la humanidad estableciendo una familia en particular, una tribu llamada los hebreos (más tarde llamados los judíos). A través de ellos, la matriz para la Encarnación, Dios provocaría la restauración de la tierra a su diseño original.

Anunciado ese plan, Dios procede de una manera muy misteriosa. Para fundar su tribu, elige a un pagano de la región que ahora es Irak y lo hace pasar a través de una serie de pruebas, en muchas de las cuales falla. En Egipto, por ejemplo, Abraham manifiesta una morali- dad inferior a la de los adoradores del sol.

Después de prometerle crear un pueblo tan numeroso como las estrellas del cielo y como la arena del mar, Dios prosigue a dirigir una clínica de infertilidad. Abraham y Sara esperan hasta tener más de no- venta años para ver a su primer hijo; su nuera Rebeca demuestra ser estéril por un tiempo; su hijo Jacob debe esperar catorce años por la

esposa de sus sueños, solamente para descubrir que ella también era estéril. Tres generaciones continuas de mujeres estériles no parece ser una forma muy eficiente de poblar una gran nación.

Después de hacer promesas similares de entregarles la posesión de una gran tierra (Abraham solamente poseía una tumba en Canaán), Dios prepara una desviación para los israelitas hacia Egipto, donde decayeron por cuatro siglos hasta que Moisés llega para guiar- los a la Tierra Prometida, un terrible trayecto que toma cuarenta años en lugar de las dos semanas que esperaban. Evidentemente, Dios opera con un cronograma diferente al que usan los impacientes seres humanos.

Las sorpresas continúan hasta el período del Nuevo Testamento, ya que ninguno de los ostentosos judíos eruditos reconoce a Jesús de Nazaret como el Mesías anunciado en los Salmos y los Profetas. Por cierto, eso continúa hoy en día, cuando profetas autodesignados identifican con seguridad a una serie de tiranos y líderes mundiales como el Anticristo, para luego ver a Hitler, Stalin, Kissinger y Hussein desvanecerse.

Los cristianos de hoy encuentran muchas promesas no cumpli- das. La pobreza mundial y la población continúan creciendo rápidamente, y como un porcentaje de la población, el cristianismo escasamente se mantiene. El planeta se tambalea hacia la autodestrucción. Esperamos, y continuamos esperando, los días de gloria prometidos en los Profetas y en Apocalipsis. De Abraham, José, Moisés y David por lo menos obtenemos el conocimiento de que Dios opera en maneras que no podemos predecir o incluso desear. A veces la historia de Dios parece estar operando en un nivel totalmente diferente al nuestro.

El Antiguo Testamento nos da indicaciones de la clase de historia que Dios está escribiendo. Éxodo identifica los nombres de las dos parteras hebreas que ayudaron a salvar la vida de Moisés, pero no se preocupa de documentar el nombre del faraón que regía Egipto (una omisión que ha desconcertado a los expertos desde entonces). Primero de Reyes dedica ocho versículos al rey Omrí, aunque los historiadores seculares lo consideran uno de los reyes más poderosos de Israel. En su propia historia, Dios al parecer no se impresiona por el tamaño ni por el poder ni por las riquezas. La fe es lo que desea, y los héroes que surgen son héroes de fe, no de fortaleza o riqueza.

Por lo tanto, la historia de Dios se enfoca en aquellos que se mantienen fieles a él sin tener en cuenta cómo las cosas resulten. Cuando Nabucodonosor, uno de los muchos tiranos que persiguieron a los judíos, amenazó a tres jóvenes con torturarlos con fuego, estos respondieron:

Si se nos arroja al horno en llamas, el Dios al que servimos puede librarnos del horno y de las manos de Su Majestad. Pero aun si nuestro Dios no lo hace así, sepa usted que no honraremos a sus dioses ni adoraremos a su estatua.

Los imperios se levantan y caen, líderes poderosos se elevan al poder y después los derrocan. El mismo Nabucodonosor que echó a aquellos tres jóvenes a un horno en llamas terminó demente, pastando hierba en el campo como una vaca. La sucesión de imperios que siguieron al suyo —Persia, Grecia, Roma—, tan poderosos en sus días, terminaron en el cesto de la basura de la historia mientras que el pueblo de Dios, los judíos, sobrevivieron pogromos asesinos. Lenta y meticulosamente, Dios escribe su historia en la tierra a través de las acciones de sus fieles seguidores, uno por uno.

De su dolorosa historia, los judíos expresan la más sorprendente lección de todas: uno no puede equivocarse personalizando a Dios. Dios no es una fuerza borrosa que vive en algún lugar del cielo, ni una abstracción como proponían los griegos, ni un sobrehumano sensual como los que adoraban los romanos, y definitivamente no es el relojero ausente de los deístas. Dios es personal. Él entra en las vidas de las personas, se involucra con las familias, se aparece en lugares imprevistos, elige líderes poco probables, le pide a personas que justifiquen su conducta. Más que todo, Dios ama. Como el gran teólogo judío Abraham Heschel dijo en Los Profetas,

Para el profeta, Dios no se revela en un absoluto abstracto, sino en una relación personal e íntima con el mundo. No ordena sencillamente y espera obediencia; también se con- mueve y se afecta con lo que sucede en el mundo, y reacciona como corresponde. Los acontecimientos y las acciones de los hombres despiertan en él regocijo o dolor, placer o ira…. Las acciones de los hombres pueden conmoverlo, afectarlo, afligirlo o, por otra parte, alegrarlo y complacerlo.

… el Dios de Israel es un Dios que ama al hombre, es conocido por el hombre y se ocupa del hombre. No solo rige el mundo en la majestad de su poder y sabiduría, sino que reacciona íntimamente a los acontecimientos de la historia.

Más que cualquier otra imagen verbal, Dios elige «hijos» y «amantes» para describir nuestra relación con él como íntima y personal. El Antiguo Testamento abunda en imágenes de esposo y novia. Dios corteja a su pueblo y los adora como un amante adora a su ama- da. Cuando no le hacen caso, se siente dolido, rechazado, como un amante abandonado. Cambiando de metáforas según la generación, también declara que somos hijos de Dios. En otras palabras, la mejor manera de comprender cómo nos considera Dios es pensar en las personas que significan más para nosotros: nuestro propio hijo, la persona que amamos.

Extracto del libro La Biblia que Jesús Leyó ©2003 por Philip D. Yancey (ISBN 978-0-8297-3690-8) publicado por Editorial Vida. Usado con permiso de Editorial Vida.

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