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Jesús llora

La perspectiva de la finitud de la vida humana es la principal responsable de la angustia vital que caracteriza a toda persona en lo más profundo de su alma.

Hay varios pasajes bíblicos que confirman el llanto de Jesús en diferentes momentos de su vida, sin embargo en ningún lugar se dice claramente que riera. Es posible que lo hiciera cuando estaba con sus amigos más íntimos o con los niños que con frecuencia le buscaban. Pero lo cierto es que en el Nuevo Testamento existen más menciones a las lágrimas de Cristo que a sus posibles risas. Incluso en el Antiguo Testamento se había profetizado acerca de él que sería varón de dolores, experimentado en quebranto (Is 53:3). Jesús lloró ante el sepulcro de su amigo Lázaro y también sobre la ciudad de Jerusalén al contemplar la maldad de sus dirigentes. Si el Maestro sufrió y lloró tanto al contemplar la injusticia, el pecado y la soberbia humana, ¿por qué sus seguidores no tendríamos que experimentar lo mismo? El apóstol Pablo cuando escribe su carta a los romanos exclama: Miserable de mí ¿quién me librará de este cuerpo de muerte? Esta es una de las principales razones por las que todo cristiano verdadero llora en la intimidad de su conciencia. La paga del pecado es la muerte y toda criatura debe pasar por ese oscuro túnel si el Señor no regresa antes. La muerte inevitable de cada ser humano invita al llanto y al dolor. Pablo continúa: Porque sabemos que toda creación gime a una, y a una está con dolores de parto hasta ahora; y no sólo ella, sino también nosotros mismos que tenemos las primicias del Espíritu, nosotros también gemimos dentro de nosotros mismos, esperando la adopción, la redención de nuestro cuerpo (Ro 8:22-23). La perspectiva de la finitud de la vida humana es la principal responsable de la angustia vital que caracteriza a toda persona en lo más profundo de su alma. Sin embargo, para el creyente existe además otra consecuencia negativa de dicha finitud. Se trata de la incoherencia moral que hay en cada ser humano. Pablo reconoce que: lo que hago, no lo entiendo; pues no hago lo que quiero, sino lo que aborrezco, eso hago (…) Y yo sé que en mí, esto es, en mi carne, no mora el bien; porque el querer el bien está en mí, pero no el hacerlo (Ro 7:15,18). La muerte y la maldad características del hombre le proporcionan suficientes motivos al cristiano sensible para ser uno de esos bienaventurados pobres en espíritu que lloran. Al contemplarnos a nosotros mismos tal cual somos frente a la santidad de Dios y ver la actitud generalizada del mundo que nos rodea, no tenemos más remedio que reconocer nuestra incapacidad moral e impotencia para cambiar las cosas mediante nuestro propio poder. Esto puede generar frustración, sufrimiento y lágrimas. De ahí la necesidad que tenemos los creyentes de practicar a menudo la oración reflexiva y el examen de nuestra conciencia. Deberíamos preguntarnos: ¿Qué he hecho hoy? ¿Cómo he administrado mis palabras y mis dones? ¿En qué he beneficiado o perjudicado a los demás? ¿Estoy llevando la clase de vida que el Señor desea de mí o, por el contrario, sigo siendo yo el único director de mi existencia? ¿Me dedico a las cosas que convienen para la extensión del reino de Dios en la tierra? ¿Por qué permito que mi mente acaricie esas ideas y sentimientos tan indignos hacia los demás? El cristiano sincero que se formula estas preguntas cada noche antes de dormirse, descubrirá que en su vida puede haber aspectos positivos pero también negativos que es menester cambiar. Estos últimos son los que hacen sentir el remordimiento que nos conduce a llorar. Pero semejante sufrimiento del discípulo de Jesucristo es algo positivo y bueno que le ayuda a poner su vida diaria en orden y en paz con Dios. Lo malo es que nunca se tengan deseos de llorar. Cuando no se habla por medio de la oración con el Señor, ni se pregunta uno todas estas dudas existenciales, entonces no podemos ser bienaventurados. Si nos dejamos llevar por lo que afirman hoy ciertos psicólogos materialistas, acerca de que tales sentimientos son pura morbosidad masoquista que sólo sirven para desmoralizarnos, entonces estamos declarando abiertamente que no somos espirituales, que no deseamos vivir como vivió el Señor Jesús, el apóstol Pablo y todos los cristianos que a lo largo de la historia murieron por su fe. Este es uno de los principales problemas que presentan hoy muchos creyentes evangélicos del mundo occidental. No se posee una vida interior rica de comunicación con el Señor, de reconocimiento de faltas y de oración sincera. De ahí que tantas congregaciones estén dejando escapar las bienaventuranzas y bendiciones que vienen de Dios. Pero esto debe cambiar si queremos que cuando el Señor regrese continúe habiendo fe en la tierra y el reino de Dios haya crecido de manera espectacular. Tenemos que aprender a llorar de verdad con lágrimas de arrepentimiento por nuestros propios pecados. El cristiano verdadero no sólo llora sus errores sino también los de sus semejantes. Vive en la frontera entre dos mundos. De un lado, posee la Palabra de Dios que respeta y valora, mientras que de otro, recibe a diario las noticias de los medios de comunicación. Conoce el ideal de Cristo pero también la cruel realidad del mundo que le obliga a derramar lágrimas por la maldad de los otros. Al contemplar la confusión moral de nuestras sociedades que genera tanto dolor, tanta violencia y rumores de guerra, reconoce que todo se debe a lo mismo. A esa actitud humana necia que repugna a Dios y que la Biblia llama pecado. Por culpa del cual entró la muerte en el mundo. Esa muerte que provocó las lágrimas de Jesús ante el cadáver de su amigo Lázaro, que le hizo derramar su sangre por la humanidad en el Calvario y que sigue haciendo llorar a los humanos hasta el día de hoy. Por eso, todo discípulo del Maestro que se ha entregado sinceramente a él, que se siente solidario con Cristo, también llora por el pecado del mundo y sus terribles resultados. El cristiano llora cuando el mundo ríe. Llora de tristeza ante la falta de fe, amor, humildad y esperanza. Esto es lo que significa llorar en los evangelios. Es lo más opuesto a la actitud inconsciente de la sociedad que ríe ahora para evadirse de la triste realidad en que se encuentra. No obstante, Cristo afirma que quien es capaz de llorar de esta manera, paradójicamente, es feliz. ¿Cómo puede ser feliz si está llorando? Quien llora su condición de pecador y la de sus hermanos está entrando ya en el arrepentimiento sincero que, por medio del Espíritu Santo, lo conducirá hasta los pies del Maestro. La sangre derramada por Jesucristo lo limpia de todo pecado y le abre las puertas de la felicidad eterna. Sólo aquella persona que es capaz de exclamar: ¡Miserable de mí!, ¿quién me librará de este cuerpo de muerte?, puede después concluir: ¡Gracias doy a Dios por Jesucristo nuestro Señor! Se trata de una consecuencia necesaria de la conversión. Si lloramos de verdad, nos regocijaremos, recibiremos consolación y alcanzaremos la felicidad espiritual. El que se convierte en discípulo de Cristo adquiere la esperanza personal de que llegará un día en el que el Señor regresará, la maldad será erradicada de la tierra y toda lágrima será enjugada para siempre. Habrá nuevos cielos y nueva tierra en los cuales morará la justicia de Dios. ¿Cómo es posible llegar a experimentar todo esto? Nuestra sociedad contemporánea necesita volver a la Biblia, leerla, meditar lo que se lee y orar a Dios para que su Santo Espíritu abra los ojos de la fe, revele el pecado que hay en nosotros y a Jesucristo como el único salvador posible. Occidente debe recuperar los auténticos valores y principios cristianos. Entonces, y sólo entonces, estaremos en condiciones de comprender la frase de Jesús: Bienaventurados los que lloran, porque ellos recibirán consolacion.

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